No nos miramos siquiera. Apreté el
brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas
nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se
oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El
tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían
debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el
tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa?
-le pregunté inútilmente.
-No, nada.
-No, nada.
Estábamos
con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi
dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como
me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la
calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré
la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Caminamos ambos sin destino por la
calle unos minutos, no estoy en condición de afirmar cuantos,
desafortunadamente mi reloj se detuvo a las once y media. Irene solo miraba
hacia el suelo con resignación, yo creo que lo que más le dolió fue tener que
dejar ese chaleco gris (que a mi tanto me gustaba) a medio terminar.
Pasados unos minutos Irene levantó
la mirada del suelo para situarla en algún punto lejano. No pude distinguir si
era furia, impotencia o tristeza. Pasó así otro par de minutos.
-No podemos
dejar que se queden con la casa –dijo Irene y comenzó a caminar hacia la casa
de nuevo. Intenté frenarla, creía que era una locura, pero ella me miró con
ojos vidriosos y no pude hacer más que acompañarla a recuperar lo que nos
pertenecía.
Al llegar a la casa no podíamos
creer lo que nuestros ojos percibían. La casa que habíamos dejado hacía horas
atrás, se había derrumbado.
-¿Cuánto
tiempo hemos caminado? –me preguntó Irene asombrada.
Yo no sabría decir si el barrio
había cambiado y yo no me había dado cuenta antes, o si estuvimos perdidos el
tiempo suficiente para que todo eso sucediera. Pareció tan poco tiempo, y a la
vez, pasaron tantas cosas que era un disparate sostener que solo habían sido un
par de horas.
Ahora ya no había nada que hacer.
Sólo quedaban los restos de una casa que había sido destruida por nosotros y
por quienes la tomaron. En ese momento me pregunté si lo mejor hubiese sido
irnos cuando ya habían tomado el fondo de la casa.
Tomé de nuevo a Irene por la cintura
y comenzamos a caminar hacia el lado contrario del que vinimos. Sentimos que
nos seguían. Solté la cintura de Irene y en un susurro le pedí que se alejara.
Me miró con ojos desconcertados, yo no sé si ella no se había dado cuenta o si
no quería dejarme allí. Suspiró. Apretó mi mano con tranquilidad, y siguió
caminando. Yo me quedé allí, mirando la espalda de la mañanita rosácea de Irene
(que ella misma había tejido) alejarse mientras sentía como una fuerza mayor a la
mía se apoderaba de mí.