Observo por última vez ese paisaje que había sido tan mío durante siete días, tratando de memorizar la mayor cantidad de detalles posibles para cuando necesite recrearlo en mi mente: el ladrido de los perros en la calle de la bajada de tierra, la pileta gigante de la casa del frente donde los chicos se metían hasta la noche, las luces del Casino reflejadas en el lago a las 3am, el ruido de los grillos, las montañas que podías ver en el horizonte de noche, que parecían marcarte el límite del mundo; y cada atardecer presenciado en ese balcón de cerámica blanco.
Justo ahí sentí la necesidad de quedarme. Había pasado siete días de paz y lejanía, había hecho propio un espacio que no me pertenecía; había hecho el esfuerzo de amoldarme a un nuevo ritmo de vida y lo había conseguido, entonces ¿por qué dejarlo ahora? Cuando podría seguir mi proceso de adaptación hasta finalizarlo por completo y hacer de ese hábitat tan desconocido, mi lugar.
Me di cuenta que no era necesidad de quedarme, eran ganas de huir de Buenos Aires; del caos, su gente, su tráfico y su ritmo de vida. También quería escapar de mis problemas, pero ni aunque fuese a Checoslovaquia olvidaría quien soy y las cosas que viví.
El último año fue como pelear contra John Cena siendo yo un peso pluma, y quizás nunca logre recuperarme de todo eso. Pero lo intento, Dios sabe que lo intento cada día de mi miserable vida.
Ningún sitio podrá cambiar mis orígenes y mi historia. Ningún paisaje podrá jamás curar todo el dolor con el que carga mi alma, y quizás esa sea mi peor atadura: saber que esté donde esté, nunca podré abandonar quien soy.