sábado, 8 de diciembre de 2012

Le grité en el rostro, con el último suspiro de fuerza que tenía para no llorar. Le grité tan fuerte como las cuerdas vocales me lo permitieron. Le grité mi odio en su rostro, y allí, en ese instante, se dio cuenta de dos cosas... De que no le tenía más miedo, y de que había explotado mi paciencia. No dijo nada, solo miró pedante y se alejó. Pude ver como se resignaba a pensar que había perdido a
un ser querido por culpa de su estupidez, pero nunca lo admitiría. Nunca.
Yo, libre de penas y culpas, lloré. Pero no por tristeza o ahogo, como anteriores veces. Sino por emoción. Había roto esa barrera de miedo que me contenía, que me frenaba, había enfrentado al monstruo, y lo había vencido. La batalla se había empezado, y yo había comenzado ganando. Aunque aún estaba a tiempo de echar todo atrás, no lo hice. No quise. Se había convertido en mi enemigo. Mi objetivo, a partir de allí, fue verlo caer en pedazos frente a mis ojos. Y sabría que tarde o temprano, iba a cumplirlo...

No hay comentarios:

Publicar un comentario