domingo, 30 de agosto de 2015

La Espectadora.

Éramos de mundos distintos, demasiado distintos para mi gusto. Él era un chico común y corriente. Un adolescente de cabello rebelde, temperamental, que siempre estaba con la frente en alto. Orgulloso de él y de lo que era. Y yo... Era yo. Absurda, tímida, anormal, básica, de pocas palabras y muchos sentimientos.
Aún no entiendo cómo es que me enamoré de él. Solo hablamos una vez, y tampoco fue una gran charla, pero su condición me gustaba. Él tenía algo que a mí me faltaba.
Nos dividía ese muro de cristal brillante, casi cegador. El cual demostraba que mi realidad era completamente diferente a la suya y, como tal, siempre impediría nuestra imposible y loca historia de amor, destruyendo así mis anhelos de una vida junto a él.
La única vez que tomé contacto con él fue increíble, adrenalínico. Sentí esa fuerte opresión en mi cabeza como la que se siente cuando se desciende hasta lo más profundo del mar. Empujé a su amigo de su tabla y me posicioné sobre ella, medio escondiéndome. Cuando capté su mirada me sonrió, y sentí como si el corazón se me fuera a salir del pecho. Tuvimos una pequeña charla, y allí fue donde supe su nombre: Federico. Aún no puedo creer como me puse en riesgo de esa forma, podría haber sido mi fin, y también el de mis pares. Cuando uno de sus amigos apareció por detrás de él, éste volteó la cabeza para mirarlo, y allí fue donde huí. Huí hasta la oscuridad, de donde vengo y donde tengo que estar. Huí lo más rápido que mi cuerpo pudo, sabiendo que él y su visión nunca me verían. Volví al agujero del que nunca debí haber salido, y del que no volveré a salir. Cuando él giró para mirar al lugar donde yo había estado, vi la confusión en sus ojos, la deformación del asombro en su cara, la sorpresa de ver que había desaparecido en el aire. Imposible.
Días después lo escuché hablando con uno de sus amigos de mí. Mi corazón volvía a querer salirse de mi pecho, pero lo contuve. Decía que a pesar de que no me haya vuelto a ver que no podía dejar de pensar en mi, aún sin saber mi nombre, a lo que su amigo le contestaba que seguramente había sido alguna alucinación producto del sol, ya que ninguna chica podría esfumarse así en el agua. Y allí fue donde lo dijo, la frase que jamás se me olvidará aunque pase el tiempo, aún un año después sigo recordándola textual:
«Mi mente jamás podría haber imaginado a una chica tan bonita como aquella».
Pasé años observándolo, viéndolo como cada año venía con sus amigos y sus tablas a hacer eso que a ellos tanto les divertía, y a mi tanto me fascinaba ver. Pasó el tiempo, y allí fui notando como cada año venía menos seguido y mas cambiado: el cabello más corto, sensato, pero seguía conservando ese orgullo en su postura recta, y con eso me bastaba para reconocerlo. Hasta que un día dejó de venir.
A veces me pregunto qué hubiese pasado si ese día en que nuestras vidas se cruzaron por un instante yo no hubiera huido. Si me hubiese descubierto, ¿me hubiese aceptado? ¿Me hubiese amado? ¿Habríamos tenido esa historia de amor que yo tantas veces soñé?
Siempre me quedará esa duda, pero no importa. Mi amor por él no cesará nunca, aunque él jamás haya conocido realmente quién y como soy, así como mi nombre. Aunque esa historia de amor no se haya forjado como tantas veces lo pensé.
Estoy destinada a ver, desde la oscuridad, como el mundo se metamorfosea, como pasa el tiempo y yo sigo igual. Aún sin poderme ver, porque lo siento así. Estoy destinada a estar sola por mi condición maldita, y dudo que alguna vez pueda escapar de ella. Soy una espectadora de la eterna obra teatral en la cual nunca participaré.

Obsesión.

«¿Me amaste realmente alguna vez?» dijo, y me anulé.
Sus ojos ansiosos esperaban una respuesta que yo no podía darle porque no sería cierta. Después de tantos años juntos, descubrir que lo que te une a alguien es una obsesión es un trago amargo difícil en digerir. Un golpe en la boca del estómago.
Suspiré y cerré los ojos. No sé como ocurrió, pero mis sentidos se agudizaron y pude sentir el momento exacto donde su lágrima impactó contra sus zapatos.
No la había amado, me había obsesionado por ella.
Había visto la fuerza caótica que desataba su corazón cuando luchaba por lo que quería o por quienes quería. Y ahí estaba yo, en la paz del ojo del huracán. Ella se volvía contra todos pero conmigo nunca levantó siquiera el tono de voz.
Había visto lo frágil que se convertía cuando sabía que algo ya no podía ser. Y éste era uno de esos momentos.
Me obsesioné por ella. Y la perdí; por no haberla sabido amar. Aunque a veces se me da por pensar que quizás eso también era amor y yo jamás lo supe porque nunca me enseñaron qué se sentía amar.
Tal vez el amor sea eso: una obsesión encubierta en besos. Un invento de los poetas para que la gente no se asuste ni se niegue a amar.

 ― Evelyn Segovia, agosto 2015.

jueves, 27 de agosto de 2015

Búsqueda.

Era una de esas noches donde intentas disimular el frío pero te encontras castaneando los dientes.
Lucía intentaba escapar de ese laberinto donde su conciencia la había mantenido despierta toda la noche hilando y desmembrando pensamientos. Buscando la forma de huir; pero siempre regresando al punto de partida: él.
¿Cómo era posible? Estaba a kilómetros de la meta y aún así podía oírlo diciendo su nombre. ¿O era sólo el viento intentando engañarla? Lo cierto es que saltó de la cama exaltada. Y, en la oscuridad, buscaba hacer contacto con él. Pero eso no pasaría, ya que él había caído dormido hacía varios minutos atrás, pensando en ella.
Miró por la ventana. Las diminutas partículas de nieve colapsaban en un acto suicida contra los cristales de la ventana. Lucía los observaba caer. Daba la impresión de que si los mirabas durante un largo rato, casi podías asumir el desafortunado hundimiento de la casa en una blanca—y congelada—tumba. Volvió en sí.
Caminó por su habitación a oscuras. Seguía buscándolo.
Cuando te acostumbras a la compañía de alguien, es difícil estar sólo. La diferencia es que ellos jamás habían compartido un momento témporo-espacial.
Jamás se habían hablado cara a cara.
Jamás se habían acariciado.
Jamás se habían tomado de la mano.
Jamás se habían besado.
Pero todo ese tiempo pareció que sí.
En un intento desesperado por encontrarlo a como dé lugar, tomó su celular. Él se había dormido. Se resignó.
Desplomó su cuerpo exhausto sobre la cama y volvió a taparse. Sentía más frío que antes. El frío de la soledad.
Cerró los ojos; y en ese momento casi mágico lo escuchó respirar. Había sido él, tenía que ser. Sonó como él. Pensó «estoy enloqueciendo» y lo percibió de nuevo. Quizás era una jugarreta de su mente, o tal vez—magicamente—se había teletransportado a Buenos Aires para estar una última noche juntos.
Si el amor mueve montañas, ¿por qué no podía de juntar Tierra del Fuego y Buenos Aires en un mismo eje tan sólo una noche?

― Evelyn Segovia, agosto 2015.